El misterio del bautismo y las tentaciones de Jesús
Por Giancarlo Reto
Los textos del bautismo y las tentaciones
de Jesús son parte de la etapa de su discernimiento ante la misión salvadora
que le esperaba. Jesús tuvo que pasar también por un tiempo de reflexión
vocacional que concluiría en una decisión de asumir completamente, en su cuerpo,
los pecados del mundo, entregando su propia vida por la salvación de la
humanidad. Para esto, necesitó de Juan el Bautista, quien le ayudaría a
discernir y a dar una respuesta afirmativa al plan de su Padre Dios. Existe una
teoría bíblica de que Jesús pudo haber sido discípulo de Juan el Bautista durante
su juventud antes de empezar su misión (John Paul Meier[1]).
Jesús no tuvo pecado, por lo que su
bautismo no fue para borrar sus pecados ni para un acto de conversión, sino que
sirvió como un signo importante del inicio de su misión salvadora. Por eso, que
hay una manifestación divina (teofanía) en el momento de su bautismo que
evidentemente nos dice quién es Jesús y qué papel cumple dentro de la Trinidad
Divina: él es el Hijo de Dios, Dios hecho hombre, que ha logrado el favor de
Dios para llevar a cabo la obra de salvación.
Inmediatamente después de su bautismo, es
llevado por el Espíritu de Dios al desierto para ser tentado. Los grandes
profetas del antiguo testamento fueron probados por Dios, también en el
desierto. La imagen bíblica del desierto significa el “Encuentro con Dios” en
la soledad y vacío de nuestras almas. Significa el ejercicio de viajar hacia lo
más profundo de nuestro ser para vaciarnos de nosotros mismos y escuchar solo
la voz de Dios. Es ahí donde podemos toparnos también con nuestros demonios
interiores que nos distraen o nos alejan del amor de Dios.
Jesús es tentado tres veces: el desear, el dominar
y el poseer. Todo ser humano tiene estas mismas tentaciones manifestadas de
infinitas maneras.
La tentación del desear implica todo tipo
de placeres innecesarios que el ser humano cree tener y que lo alejan del
principal placer espiritual, Dios. Una cosa son las necesidades fisiológicas,
sociales o terrenales que podemos necesitar, como el comer, el beber, el dormir,
etc., pero otros son los placeres innecesarios que nos creamos los seres
humanos, que nos llevan al pecado y a la maldad.
La tentación del poseer implica el apego a
las cosas materiales y al dinero, así como las riquezas vanas que nos puede
ofrecer el mundo. Estamos tentados a preferir lo material que lo espiritual,
cuando sabemos que todo lo terrenal es pasajero y acabable, mientras lo que
perdurará para siempre son nuestros valores, el amor, la justicia y la fe: “¿de
qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26).
La tentación del dominar tiene que ver con el poder y la fama. Pensamos que lo podemos todo y que no existen límites en todo lo que hacemos, llevando nuestras vidas a la soberbia y orgullo, y creyendo que debemos siempre estar por encima de los demás. Podemos confundir el honor y el buen prestigio con la adulación y la autoadoración. Jesús con sus palabras dirigidas al demonio (Mt 4, 10), nos dice que debemos recordar que somos criaturas de Dios, pero no iguales a Dios. Por lo que tenemos límites que aceptar y respetar frente al Bien y a la justicia divina.
Estas tres formas de tentación siguen siendo parte de nuestra humanidad herida por el pecado. Los seres humanos debemos estar atentos siempre a estas tentaciones, porque nos pueden llevar a la autodestrucción y a la destrucción de los demás. La armonía en la que estamos llamados a vivir los seres humanos se ha visto dañada históricamente cuando alguien o un grupo de personas se dejan llevar por sus placeres, poderes y riquezas. Cuidado que tú también puedes caer.